viernes, 5 de septiembre de 2014

La vuelta al cole



El conductor del noticiario anunciaba: «El Premio Nobel de Literatura fue concedido el día de hoy al escritor de origen búlgaro Elias Canetti». Después de pegarse con la mano derecha en la frente y de repetir dos veces el nombre de «Elias, Elias», enmudeció. Quizá miraba por dentro las bancas de su salón de clase en Ruse o Rustschuk [...]. Mi tío Milcho (forma cariñosa de llamar en Bulgaria a los Emilios) me contó que, después de segundo o tercero de primaria, nunca más volvió a verlo, ni supo dónde pasó las guerras, menos aún tenía idea de que fuera un afamado «novel.lista» (así lo pronunciaba). Lo que sí podía recordar es que, como judíos sefardíes, solían decirse secretos en la escuela usando una lengua que nadie más que ellos comprendía.
            (El origen del apellido Canetti es Cañete, por eso, mucho tiempo después, cuando ya era un escritor célebre lo hicieron «hijo predilecto» de Cañete, ciudad española de Cuenca donde se levantan unas hermosas murallas de origen andalusí que seguramente el escritor relacionó con las de su ciudad natal a orillas del Danubio en Bulgaria, allí donde su madre y mi abuela conversaron una mañana en ladino a las puertas del colegio).
            Canetti —y esto lo descubrió al leer las notas de prensa los días siguientes al anuncio del Nobel—, estudió la carrera de ciencias químicas, igual que él, aunque mi tío, dedicado más al hedonismo que al estudio, la terminó a duras penas. Ninguno de los dos tenía padre. Ambos mantuvieron una relación particular con la lengua que sus antepasados se llevaron de España. Eran demasiadas coincidencias, demasiados puntos de unión.
            No sé si semanas o meses después de esa noche, lo encontré envuelto en la misma bata que le caía sobre los pantalones grises de casimir leyendo La lengua absuelta de Canetti, obra de ese lejano primer amigo escolar que regresaba a su vida ahora, casi un anciano. En la solapa del libro se apreciaba el retrato de ese hombre con melena totalmente blanca peinada hacia atrás, bigotes anchos y la mirada suelta, envolvente, bonachona; imagino que esa misma mirada le lanzó un mediodía en Rustschuk, al verlo comer pan ácimo con jalea de frutas. Por eso se acercó durante el recreo con los ojos muy abiertos, como quien descubre algo inesperado: «Milcho, I tu komes esto? I tu sos djidyó?». No se lo dijo en búlgaro, sino en ese español con giros arcaicos, la lengua que desde esa edad hablaban con perfecto acento, heredado de sus respectivas familias. De esa forma podían darse a entender ante el asombro de sus compañeros, que jamás tuvieron acceso a sus conversaciones secretas. A pesar de que la familia Canetti era tan rica y con acentos aristocráticos, Elias nunca tuvo un aire de niño superior y hasta compartía con Milcho sus galletitas untadas de caviar: «Aide, kome un biscuit, kome dos, Milcho, ke te plaze tanto lo ke me madan en esta aldiquera».



*Myriam Moscona, Tela de sevoya. Acantilado, 2014.

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